miércoles, 7 de marzo de 2018

Artilugio jefe: el SACALECHES (I)

Pasaron los días y parecía que el relactador funcionaba. A base de paciencia, de leche que chorrea, bebé en la teta, sonda que se sale, bebé en la teta, bebé en la teta, bebé en la teta... (no, no me he quedado enganchada, es que vivíamos así). Al final la idea era la misma, a mayor succión, mayor producción.

Era el momento de seguir experimentando con los cacharritos. Y le tocó el turno al sacaleches.

Mi relación con él habia empezado mucho antes, casi al principio. A escondidas de las enfermeras, como si de algo prohibido se tratase, decidí usarlo la tercera noche de hospital. Ellas insistían una y otra vez en que el estómago del bebé era muy chiquitín, y que con sólo unas gotas era suficiente.

Pues no.

No para mi bebé.

Así que viendo que el peso iba descendiendo me recomendaron suplementarle con 10 ml de leche artificial después de cada toma. ¿Tomas? ¿Realmente Mar hacía tomas? Señoras, si se pasaba la mitad del dia llorando, y el resto durmiendo... ¿en qué momento se producían las tomas? Pues yo solita decidí que podia intentar estimularme para favorecer aquella subida de leche.

Así que esperé a que cayera la noche y dejasen de aparecer por la habitación. Puse el sillón de espaldas a la puerta y encendí el sacaleches. Pero nada.

Nada de nada.

De allí no salió nada hasta pasado un buen rato. Pero de repente vi esas gotitas amarillas de las que tanto había oído hablar: el calostro. Y las amé. Sabía que aquél oro líquido era una buena señal. Señal de que todo seguiría su curso...(¡qué equivocada estaba!) y cuando conseguí 5 mililitros se lo ofrecí a mi pequeña en una jeringuilla.

5 mililitros. No tengo claro a que le debió saber aquél chupito dorado. Pero a mí me supo a calma, a que todo iría bien y a que no había de qué preocuparse.

Y éste sólo fue el principio...

Después de ese día volví a estimularme alguna vez más porque seguía sin producirse la subida, pero estaba tan perdida... que no fue hasta recibir las indicaciones de May que tuve claro cómo hacerlo.

...

viernes, 5 de enero de 2018

Artilugio número tres: el relactador

Como ya nos había dicho en la anterior visita, debíamos llevar a cabo una relactación. Esto consiste en incrementar progresivamente la producción de leche materna, para ir disminuyendo la cantidad de leche de fórmula que tomaba Mar. Y para lograrlo sólo había un camino: TETA, TETA y más TETA.

Además, era importante evitar las tetinas para no crear confusión en la succión, y para ello habia una alternativa al biberón: un relactador.

Una botellita con un cordón para colgarlo del cuello (y así tener las manos libres) de la cual salen dos sondas muy finas. Una de éstas se coloca justo en el pezón y se fija con un trocito de esparadrapo. La otra —yo al principio pensé que era una para cada pecho—, sirve para que salga el aire y no se produzca vacío en el interior de la botella. Cuando el bebé succiona obtiene la leche de fórmula, por lo que estimula la producción de leche materna sin sacrificar una correcta alimentación. Fácil, ¿verdad?

Já!

El primer problema fue encontrarlo. Resulta que sólo Medela fabrica este cacharrito de última generación, y cuesta alrededor de unos 40 euros. Aun así, nos pusimos en contacto con diez farmacias de Villajoyosa y en ninguna tenían ni idea de lo que era. Ni una sola, de diez. Se podía pedir, pero tardaba varios días... y no teníamos tiempo que perder.

Así que movimos hilos y nos pusimos manos a la obra. Papá fue al hospital a pedir una sonda nasogástrica lo mas fina posible (quisimos comprarla, pero en las farmacias tampoco las venden). ¿Y el centro de salud? Pues tampoco, eso hubiese sido demasiado fácil.

Con la sonda, un biberón y el cordón de unas deportivas teníamos nuestro relactador casero. Tan bonito con su cordón rosa flúor. Ahora sólo faltaba que funcionase, y llegó el desastre.

Aún no teníamos controlado el agarre ni la posición, y a eso había que sumarle una sondita chorreando leche que había que pegar en el pecho, y colocar el extremo final justo a la misma altura que el pezón para que entrase en la boquita del bebé sin entorpecer la succión.

Para volverse loca. Sí.

Y entonces es cuando tu madre, tu suegra y todos en general (excepto Papá, él siempre confió en mi) empiezan a pensar que se te está yendo el asunto de las manos, que la niña tiene hambre y que hay que dejarse de tantas tonterías. Darle el biberón y disfrutar de la maternidad.

Y tenían razón. ¿O, no?

jueves, 4 de enero de 2018

Artilugio número dos: las pezoneras

Solucionado el problema del frenillo, el siguiente paso era vernos en acción.

"Vamos a ver cómo mama", y saqué mis pezoneras. Sinceramente, en aquél momento no imaginaba dar de mamar sin ellas, porque nos habían acompañado desde el día que salimos del hospital.

Una de las enfermeras me las trajo a la habitación cuando nos dieron el alta. Sí. Tampoco fueron suficientes cinco días allí para que a alguien se le ocurriese la brillante idea de recomendármelas. Su argumento fue: "Como ya ha tomado biberón, le resultará más fácil cogerse con ellas"

En efecto, el hecho de que la pezonera cree una especie de "tetina" uniforme ayuda a que los bebés no rechacen el pecho una vez que conocen la tetina del biberón. Yo sabía que se podían usar cuando los pezones estaban muy dañados, para evitar el contacto directo con la boca del bebé, pero no era mi caso. Así que entendí que no me las hubiesen ofrecido antes.

En aquél momento yo era incapaz de ver más allá. Pero días después, desde la tranquilidad de mi casa fui ordenando todos y cada uno de los errores que se cometieron en nuestra lactancia por parte de los profesionales que nos asistieron. Y todos tenían un denominador común: se intentaba solucionar un problema sin conocer la causa. Fracaso asegurado.

Porque, queridas matronas, las pezoneras también se usan para facilitar el agarre. Y no son algo definitivo, no seamos extremistas. Se pueden usar temporalmente y más tarde entrenar la postura, la posición y el agarre para conseguir una succión óptima. Y ahora lo sé. Pero entonces no sabía nada de nada.

Y como cualquier consejo era bien recibido, le di la bienvenida al segundo de los artilugios que nos ayudaría en nuestra particular carrera de fondo. (La historia del primero vendrá en otro momento, tampoco tiene desperdicio).

Cuando May vio el agarre de Mar me propuso probar sin pezoneras. Así, ¡a la aventura! Y con su ayuda nos hizo ver que sólo era cuestión de práctica, y paciencia. Mucha paciencia.

Y nos habló del relactador...

miércoles, 9 de agosto de 2017

May, mi matrona

Reconozco que cuando llegué a su consulta sentía una mezcla de resignación y esperanza.

Había algunas mamás esperando, pero no tardó en llamarnos. Entraba y salía de la consulta, intentando optimizar el tiempo. Me sorprendió que aceptara atender a alguien que no pertenecía a ese centro de salud, (ni si quiera a esa localidad) así, sin cita y avisando con sólo un día de antelación.

"Cuéntame", dijo. Y aunque nunca se me ha dado bien abreviar intenté centrarme en lo más importante.

Por la cantidad de leche artificial que tomaba Mar, y por todo lo que le había contado, concluyó que la única opción que teníamos era intentar una relactación, que, como su nombre indica, significa volver a lactar. Vamos, empezar de cero.

Me di cuenta enseguida, por su expresión, de que si decidía apostar por ello, no iba a ser un camino fácil. Me advirtió que no debía ponerme metas, para evitar frustraciones y retrocesos en caso de no alcanzarlas. Se requería paciencia, constancia y perseverancia. Y una cosa más: confianza. Confianza en la capacidad del bebé de poner en marcha el mecanismo de fabricación de alimento que, hasta el momento, estaba apagado o fuera de cobertura. Pero sobre todo, confianza en mí misma y en mi poder para responder a sus necesidades de la mejor manera posible.

Antes de darnos las pautas y explicarnos cómo debíamos actuar quiso ver si Mar tenía frenillo. Sabíamos que sí. Y lo sabíamos porque la primera pediatra que la revisó lo detectó rápidamente. Pero, "si no interfiere en la lactancia, no se toca", nos dijo.

Si no interfiere en la lactancia... Y, ¿en qué momento se decidía si interfería o no? ¿No fueron suficientes 5 días y 600 gramos para sospechar que podría haber algo que estuviera entorpeciendo el proceso? ¿Tuvieron que pasar tres semanas para que se determinase que, quizás, fuese una de las causas por las que no me había subido la leche? En fin...

"No te preocupes, aún estamos a tiempo", dijo. "Que le quiten el frenillo, y mañana volvéis". Y al día siguiente, en el hospital, le practicaron a Mar una frenectomía. No me preguntéis ¿cómo?, porque no lo se. Papá y yo nos quedamos en la sala de espera mientras se llevaron a la bebé para "verla". Y si cierro los ojos puedo ver perfectamente cómo la trajeron con la boquita y la ropa (blanca) llena de sangre.

Llamadme exagerada. Pero me hubiese gustado saber, al menos, qué le iban a hacer a mi hija antes de que se lo hiciesen. Además de haber podido estar allí para consolarla, en lugar de que estuviese en brazos de dos desconocidos que, por muy bien que la tratasen, estaban muy lejos de parecerse a los brazos de mamá...

sábado, 5 de agosto de 2017

Le das teta, ¿no?

Mar ya tenía una semana y yo sentía la necesidad de salir a la calle. Caminar un poco y empezar a enderezar mi cuerpo, aún algo entumecido tras la cesárea.

No entiendo bien por qué, pero con la mayoría de personas con las que me encontraba durante los paseos mantenía la misma conversación.
- Le das teta, ¿no?
- Pues mira no. Es que no tengo leche.
- ¡Ay! Mi madre/prima/cuñada tampoco tenía y le dio biberón y no pasa nada.

No me servía de consuelo que me dijesen que otras mujeres no habían tenido leche. Y siempre me venía a la cabeza la misma duda. Si todas esas mujeres que hoy no tienen leche (incluida yo, claro) hubiesen nacido hace unos años, cuando aún no era común la leche artificial; ¿qué hubiese sido de sus hijos? ¿Habrían fallecido a los pocos días de nacer o habría sido una vecina o pariente la encargada de salvarles la vida, amamantándolos?

Y, sinceramente, no creo que seamos una especie tan mal diseñada. La única especie que, de forma habitual, no puede sacar adelante a sus crías porque no puede alimentarlas. No lo creo.

Quizás todo esto lo pensaba porque tenía bien aprendida la lección: "Todas las mujeres pueden amamantar. Todas, a no ser que haya alguna enfermedad que lo impida. Y el porcentaje de éstas es ínfimo".

Pues bien, tras más de dos semanas de sacaleches, pezoneras, y trastos varios decidí tirar la toalla y empecé a poner en duda aquella lección que yo misma me grabé a fuego durante el embarazo.

Y entonces dejé de dar paseos. Dejé de salir y casi dejé de hablar. Porque siempre había algo que me hacía recordar que yo era una de esas mujeres que, hace algunas décadas, no hubiese podido sacar adelante a su hija por no tener leche. Y me dolía tener que compartir esa carga con el mundo.

Se que para muchos puede resultar absurdo. Si ya tenía a mi niña conmigo, estaba sana y era preciosa. ¿Qué más daba si la alimentaba con pecho o biberón? Pues daba. A mi sí me daba. Y, ¡ojo! que entiendo, respeto y apoyo a las mamás que decidan optar por el biberón. Pero yo no lo había hecho. Y me dolía.

Y esto fue así hasta que una amiga me propuso visitar a su matrona. "Como última opción", me dijo. Y al día siguiente conocí a May. Y todo cambió.

martes, 1 de agosto de 2017

Querida matrona

Por fin estábamos en casa. Los tres.

Y entonces me di cuenta de que no podía esperar ni un momento para pedir ayuda.

Al primer lugar al que acudí fue al centro de salud. Mi matrona (supuestamente pro-lactancia materna) al escuchar lo que me había sucedido me dijo:
- "Tranquila. Aunque la lactancia materna sea lo mejor, si no se puede, no se puede. Y no tienes que sentirte mal por ello"

NO SE PUEDE.
¿De verdad no se podía? ¡Si sólo habían pasado cinco días! Y cuándo rompí a llorar se le ocurrió una posible solución. Debía extraerme leche. Muchas veces. Todas las que pudiese. "A lo mejor tardas un mes, o un mes y medio. Y a lo mejor nunca lo consigues".

Le di las gracias y salí de la consulta con un nudo en la garganta.

Sinceramente, esperaba algo más de la persona que debía ayudarme con cualquier problema que me surgiese durante la lactancia.

Pero no lo hizo. Y no lo hizo porque, desde el principio de mi historia, no le gustó lo que escuchaba.

- ¿Dónde has parido?
- En el Perpetuo Socorro.
- Ha sido cesárea, ¿no?
- Sí. Era un bebé de 4,125 quilos y estaba muy por encima de mi pelvis.
- ¿Y?
- Estaba ya en la semana 40 y no parecía que fuese a encajarse. Pero seguiría engordando si esperaban y sería aún más difícil un parto vaginal.
- Hay bebés mucho más grandes que nacen por vía vaginal.
- Pues no se...

En ese momento no me di cuenta, pero días después supe que me juzgó. Me había juzgado semanas atrás cuando supo que iría a dar a luz a un hospital privado, y lo volvió a hacer cuando verificó que mi hija​ había nacido por cesárea.

Muy mal, señora matrona. Muy mal.
A su consulta acudió una mamá decidida a luchar por (re)establecer la lactancia materna y usted no le dio ningún tipo de aliento. Insinuó que todo aquello había sido a causa de la (según usted injustificada) cesárea y me hizo sentir aún más culpable. Ni si quiera se paró a valorar las posibles causas por las que, cinco días después del parto, no me había subido la leche para poder buscar una solución.

De verdad, ¿no lo vio? ¿No vio en aquellos ojos el deseo de luchar con todas mis fuerzas por conseguirlo? ¿No se le ocurrió nada mejor que juzgarme?

Le diré, señora matrona, que lo conseguimos. Y también le diré que no fue gracias a usted.

jueves, 20 de julio de 2017

El principio

Mar nació el día 9 de marzo, a las 13:55 por cesárea. No la toqué y apenas la vi hasta que salí de quirófano. Las primeras manos que la sostuvieron fueron las del ginecólogo, después la matrona y por último, papá.

Cuando le pude ver la carita estaba envuelta en una toalla, en brazos de su padre, sorprendentemente limpia. Y no la acerqué a mi pecho hasta que no estuve en la habitación, aseada y lista para recibir visitas. No recuerdo cuanto tiempo pasó, pero fue mucho. Muchísimo.

Yo sólo quería que mamase cuanto antes porque sabía lo importante que era no demorar esa succión espontánea de los primeros momentos después del parto. Pero no podía moverme. Sentía que pesaba una tonelada y colocarme a la bebé era una tarea muy complicada. Conseguí ponerme de lado y la herida comenzó a sangrar, así que a pesar de mi insistencia, tuve que dejar de intentarlo. Y Mar empezó a pasar, ya dormida, por unos y otros brazos.

Cuando desapareció el efecto de la anestesia y empecé a controlar mi cuerpo lo volví a intentar. Pero dolía. La herida dolía mucho y no encontré la forma de colocarme a una gordita de 4 quilos en el pecho.

Y llegó la noche. Y Papá se encargó de todo mientras yo sólo miraba. Era lo único que podía hacer. Mirar angustiada y ver cómo mi bebé me necesitaba y yo no la podía atender. De nuevo intentos fallidos de darle pecho.

Los siguientes días en el hospital son fáciles de resumir: llorar, llorar más fuerte y dormir. Mar lloraba desconsoladamente durante horas, hasta que se dormía, exhausta. "Serán gases", decían unos. " Estás a punto de tener la subida", decían otros. (Entiendo que las microscópicas gotitas que extraían de mis pezones tras estrujármelos les invitaban a augurar tal cosa).

Pero no. La leche nunca me subió. Hasta que el cuarto día la báscula marcó 3,400 kg, y el silencio se apoderó de todo. Mar ya había perdido el 15% de su peso. El 15% ¡en cuatro días!, y obviamente no podía seguir así. La analítica mostró que sus niveles de sodio estaban altos y que corría peligro de deshidratación. "Dadle todo el biberón que podáis a ver si así evitamos tener que ingresarla", dijo la pediatra.

Y lloré.
Lloramos.

Y luego vinieron los biberones. Y con ellos sentimientos encontrados, ya que cada biberón que se tomaba la acercaba a casa, pero la alejaba de mí. O eso creía yo.

Al día siguiente nos marchamos de allí con una niña preciosa de 3,600 kg. Y empezó nuestra aventura y nuestra lucha por recuperar todo lo que habíamos perdido en esos días.