jueves, 20 de julio de 2017

El principio

Mar nació el día 9 de marzo, a las 13:55 por cesárea. No la toqué y apenas la vi hasta que salí de quirófano. Las primeras manos que la sostuvieron fueron las del ginecólogo, después la matrona y por último, papá.

Cuando le pude ver la carita estaba envuelta en una toalla, en brazos de su padre, sorprendentemente limpia. Y no la acerqué a mi pecho hasta que no estuve en la habitación, aseada y lista para recibir visitas. No recuerdo cuanto tiempo pasó, pero fue mucho. Muchísimo.

Yo sólo quería que mamase cuanto antes porque sabía lo importante que era no demorar esa succión espontánea de los primeros momentos después del parto. Pero no podía moverme. Sentía que pesaba una tonelada y colocarme a la bebé era una tarea muy complicada. Conseguí ponerme de lado y la herida comenzó a sangrar, así que a pesar de mi insistencia, tuve que dejar de intentarlo. Y Mar empezó a pasar, ya dormida, por unos y otros brazos.

Cuando desapareció el efecto de la anestesia y empecé a controlar mi cuerpo lo volví a intentar. Pero dolía. La herida dolía mucho y no encontré la forma de colocarme a una gordita de 4 quilos en el pecho.

Y llegó la noche. Y Papá se encargó de todo mientras yo sólo miraba. Era lo único que podía hacer. Mirar angustiada y ver cómo mi bebé me necesitaba y yo no la podía atender. De nuevo intentos fallidos de darle pecho.

Los siguientes días en el hospital son fáciles de resumir: llorar, llorar más fuerte y dormir. Mar lloraba desconsoladamente durante horas, hasta que se dormía, exhausta. "Serán gases", decían unos. " Estás a punto de tener la subida", decían otros. (Entiendo que las microscópicas gotitas que extraían de mis pezones tras estrujármelos les invitaban a augurar tal cosa).

Pero no. La leche nunca me subió. Hasta que el cuarto día la báscula marcó 3,400 kg, y el silencio se apoderó de todo. Mar ya había perdido el 15% de su peso. El 15% ¡en cuatro días!, y obviamente no podía seguir así. La analítica mostró que sus niveles de sodio estaban altos y que corría peligro de deshidratación. "Dadle todo el biberón que podáis a ver si así evitamos tener que ingresarla", dijo la pediatra.

Y lloré.
Lloramos.

Y luego vinieron los biberones. Y con ellos sentimientos encontrados, ya que cada biberón que se tomaba la acercaba a casa, pero la alejaba de mí. O eso creía yo.

Al día siguiente nos marchamos de allí con una niña preciosa de 3,600 kg. Y empezó nuestra aventura y nuestra lucha por recuperar todo lo que habíamos perdido en esos días.

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