miércoles, 9 de agosto de 2017

May, mi matrona

Reconozco que cuando llegué a su consulta sentía una mezcla de resignación y esperanza.

Había algunas mamás esperando, pero no tardó en llamarnos. Entraba y salía de la consulta, intentando optimizar el tiempo. Me sorprendió que aceptara atender a alguien que no pertenecía a ese centro de salud, (ni si quiera a esa localidad) así, sin cita y avisando con sólo un día de antelación.

"Cuéntame", dijo. Y aunque nunca se me ha dado bien abreviar intenté centrarme en lo más importante.

Por la cantidad de leche artificial que tomaba Mar, y por todo lo que le había contado, concluyó que la única opción que teníamos era intentar una relactación, que, como su nombre indica, significa volver a lactar. Vamos, empezar de cero.

Me di cuenta enseguida, por su expresión, de que si decidía apostar por ello, no iba a ser un camino fácil. Me advirtió que no debía ponerme metas, para evitar frustraciones y retrocesos en caso de no alcanzarlas. Se requería paciencia, constancia y perseverancia. Y una cosa más: confianza. Confianza en la capacidad del bebé de poner en marcha el mecanismo de fabricación de alimento que, hasta el momento, estaba apagado o fuera de cobertura. Pero sobre todo, confianza en mí misma y en mi poder para responder a sus necesidades de la mejor manera posible.

Antes de darnos las pautas y explicarnos cómo debíamos actuar quiso ver si Mar tenía frenillo. Sabíamos que sí. Y lo sabíamos porque la primera pediatra que la revisó lo detectó rápidamente. Pero, "si no interfiere en la lactancia, no se toca", nos dijo.

Si no interfiere en la lactancia... Y, ¿en qué momento se decidía si interfería o no? ¿No fueron suficientes 5 días y 600 gramos para sospechar que podría haber algo que estuviera entorpeciendo el proceso? ¿Tuvieron que pasar tres semanas para que se determinase que, quizás, fuese una de las causas por las que no me había subido la leche? En fin...

"No te preocupes, aún estamos a tiempo", dijo. "Que le quiten el frenillo, y mañana volvéis". Y al día siguiente, en el hospital, le practicaron a Mar una frenectomía. No me preguntéis ¿cómo?, porque no lo se. Papá y yo nos quedamos en la sala de espera mientras se llevaron a la bebé para "verla". Y si cierro los ojos puedo ver perfectamente cómo la trajeron con la boquita y la ropa (blanca) llena de sangre.

Llamadme exagerada. Pero me hubiese gustado saber, al menos, qué le iban a hacer a mi hija antes de que se lo hiciesen. Además de haber podido estar allí para consolarla, en lugar de que estuviese en brazos de dos desconocidos que, por muy bien que la tratasen, estaban muy lejos de parecerse a los brazos de mamá...

sábado, 5 de agosto de 2017

Le das teta, ¿no?

Mar ya tenía una semana y yo sentía la necesidad de salir a la calle. Caminar un poco y empezar a enderezar mi cuerpo, aún algo entumecido tras la cesárea.

No entiendo bien por qué, pero con la mayoría de personas con las que me encontraba durante los paseos mantenía la misma conversación.
- Le das teta, ¿no?
- Pues mira no. Es que no tengo leche.
- ¡Ay! Mi madre/prima/cuñada tampoco tenía y le dio biberón y no pasa nada.

No me servía de consuelo que me dijesen que otras mujeres no habían tenido leche. Y siempre me venía a la cabeza la misma duda. Si todas esas mujeres que hoy no tienen leche (incluida yo, claro) hubiesen nacido hace unos años, cuando aún no era común la leche artificial; ¿qué hubiese sido de sus hijos? ¿Habrían fallecido a los pocos días de nacer o habría sido una vecina o pariente la encargada de salvarles la vida, amamantándolos?

Y, sinceramente, no creo que seamos una especie tan mal diseñada. La única especie que, de forma habitual, no puede sacar adelante a sus crías porque no puede alimentarlas. No lo creo.

Quizás todo esto lo pensaba porque tenía bien aprendida la lección: "Todas las mujeres pueden amamantar. Todas, a no ser que haya alguna enfermedad que lo impida. Y el porcentaje de éstas es ínfimo".

Pues bien, tras más de dos semanas de sacaleches, pezoneras, y trastos varios decidí tirar la toalla y empecé a poner en duda aquella lección que yo misma me grabé a fuego durante el embarazo.

Y entonces dejé de dar paseos. Dejé de salir y casi dejé de hablar. Porque siempre había algo que me hacía recordar que yo era una de esas mujeres que, hace algunas décadas, no hubiese podido sacar adelante a su hija por no tener leche. Y me dolía tener que compartir esa carga con el mundo.

Se que para muchos puede resultar absurdo. Si ya tenía a mi niña conmigo, estaba sana y era preciosa. ¿Qué más daba si la alimentaba con pecho o biberón? Pues daba. A mi sí me daba. Y, ¡ojo! que entiendo, respeto y apoyo a las mamás que decidan optar por el biberón. Pero yo no lo había hecho. Y me dolía.

Y esto fue así hasta que una amiga me propuso visitar a su matrona. "Como última opción", me dijo. Y al día siguiente conocí a May. Y todo cambió.

martes, 1 de agosto de 2017

Querida matrona

Por fin estábamos en casa. Los tres.

Y entonces me di cuenta de que no podía esperar ni un momento para pedir ayuda.

Al primer lugar al que acudí fue al centro de salud. Mi matrona (supuestamente pro-lactancia materna) al escuchar lo que me había sucedido me dijo:
- "Tranquila. Aunque la lactancia materna sea lo mejor, si no se puede, no se puede. Y no tienes que sentirte mal por ello"

NO SE PUEDE.
¿De verdad no se podía? ¡Si sólo habían pasado cinco días! Y cuándo rompí a llorar se le ocurrió una posible solución. Debía extraerme leche. Muchas veces. Todas las que pudiese. "A lo mejor tardas un mes, o un mes y medio. Y a lo mejor nunca lo consigues".

Le di las gracias y salí de la consulta con un nudo en la garganta.

Sinceramente, esperaba algo más de la persona que debía ayudarme con cualquier problema que me surgiese durante la lactancia.

Pero no lo hizo. Y no lo hizo porque, desde el principio de mi historia, no le gustó lo que escuchaba.

- ¿Dónde has parido?
- En el Perpetuo Socorro.
- Ha sido cesárea, ¿no?
- Sí. Era un bebé de 4,125 quilos y estaba muy por encima de mi pelvis.
- ¿Y?
- Estaba ya en la semana 40 y no parecía que fuese a encajarse. Pero seguiría engordando si esperaban y sería aún más difícil un parto vaginal.
- Hay bebés mucho más grandes que nacen por vía vaginal.
- Pues no se...

En ese momento no me di cuenta, pero días después supe que me juzgó. Me había juzgado semanas atrás cuando supo que iría a dar a luz a un hospital privado, y lo volvió a hacer cuando verificó que mi hija​ había nacido por cesárea.

Muy mal, señora matrona. Muy mal.
A su consulta acudió una mamá decidida a luchar por (re)establecer la lactancia materna y usted no le dio ningún tipo de aliento. Insinuó que todo aquello había sido a causa de la (según usted injustificada) cesárea y me hizo sentir aún más culpable. Ni si quiera se paró a valorar las posibles causas por las que, cinco días después del parto, no me había subido la leche para poder buscar una solución.

De verdad, ¿no lo vio? ¿No vio en aquellos ojos el deseo de luchar con todas mis fuerzas por conseguirlo? ¿No se le ocurrió nada mejor que juzgarme?

Le diré, señora matrona, que lo conseguimos. Y también le diré que no fue gracias a usted.